Ciudad al fin y al cabo.
A un costado de la Autopista en dirección sur-norte hay una
casa inmensa, es quizás la mas grande de la ciudad. Es esta una
edificación sin techos ni paredes, una casona con un corredor largo, muy
largo, y un patio que se confunde con las habitaciones. Ratas, perros y
gatos son las mascotas de los habitantes de ésta singular "casita" que
mas bien parece una villa, una villa inmersa en la Villa de Aburra. Aquí
no hay grandes edificios, centros comerciales o iglesias pero si hay
carpas de plástico, de lona, casitas con la imagen de un político, o
cajas de madera adecuadas como apartamentos para vivir. Es una villa
surreal digna para una historia de Cortazar, quizás Julito hubiese
encontrado allí sus cronopios, sus famas y sus esperanzas.
Tarde
de jueves con nubes grises amenazantes, anunciando que pronto mojaran
la ciudad y la llenará de agua. Pronto lloverá y todo será un pequeño
caos invernal, uno de esos caos donde los puentes se convierten en
parqueaderos y escampaderos improvisados para motociclistas y
transeúntes. La avenida del rio está tranquila aunque infestada de
mucha gente, de muchas mentes que están en la tierra pero que, en
verdad, se encuentran a miles de kilómetros de altura de una realidad
que ya no les acompaña, ya no les interesa.
Descenso al otro lado del camino...
Es
un mundo terriblemente fascinante, una pequeña villa llena de hadas,
ogros, enanos y elfos. Son las dos de la tarde. En silencio me sumerjo
en un casino improvisado que pusieron cerquita del puente que cruza
sobre el rio Medellín, por el sector de la minorista. Allí se hallan
algunos jugadores bastante singulares, cada uno con pipa en mano y con
sus cabecitas llenas de monedas que llegarán a sus manos para comprar un
polvito amarillento que los asustará un poquito. Un hombre delgado,
con un mocho de jean, bastante sucio, y una camisa blanca, que ahora es
caqui, dirige el juego de dados. Una varilla doblada con empuñadura
elaborada con cinta aislante sirve para recoger el dinero o traer los
dados y llevarlos de un lado a otro. El "crupier", o el organizador y
administrador de su improvisado casino, sigue recogiendo las monedas de
cien que le lanzan los jugadores. Su cabello le llega a los hombros y
al parecer es lacio aunque es perceptible que ya son muchas las semanas
que no lo lava.
Es
una escena surreal donde los rostros carbonizados por el mugre de la
calle, manos llenas de callos, amarillentas, por los quemones provocados
por el bazuco. Ojos desorbitados allí y allá, ojos tristes, vacios.
Sonrisas desproporcionadas, exageradas, fingidas, conjugadas en una obra
de teatro donde la dirección, el escenario y los actores los
proporcionan las drogas, en especial esas que llaman "psicoactivos".
El
tramo comprendido entre el puente de la minorista y el puente de la
Universidad de Antioquia se convirtió, desde hace ya varios meses, en el
asentamiento de quienes fueron desplazados de la zona céntrica de
medellín. Antes se les veía deambular, dormir, comer, juguetear entre
la avenida de Greiff y la minorista, ahora son los nuevos inquilinos de
la residencia, al aire libre, más grande de la antigua "ciudad de la
eterna primavera". En ése otro barrio hay carpas allí y allá, ventas de
cigarrillos y chiclets, papitas a 200$, bazuco, mariguana. Hoy una
fila de platanos maduros - ¿?-, unos 40 en total, aguardan para ser
asados en unas rejillas de alambre puestas al lado de la autopista en
sentido norte.
La suerte no es cosa de todos...
-¿Quién dijo miedo?- le dijo el muchacho de ojos vivaces a la señora que estaba de cuclillas moviendo sus labios como si le estorabara la boca. Quién dijo miedo- repitió y esta vez el silencio le dijo que se quedara callado.
La
otra jugadora lo mira y lanza unas monedas; el muchacho lanza sus
monedas, casa su juego, su apuesta. El muchacho tira los dados, pierde.
La mujer toma el dinero apostado y mira al joven mientras sus ojos
hacen una mueca horrible, pareciera que se fueran a salir de algún
rostro.
Le voy a meter ley, mire pues-
el hombre me mira y sonríe. Éste es un joven, ¡sí! aun se ve joven, de
unos 30 años, lleva puesta una gorra negra con la teja plana , tiene
una camisilla negra y una pantaloneta azul. Su rostro esta medio
barbado, su mano izquierda sostiene una pipa, su mano derecha se mueve
de aquí hacia allá al compas de los dados. A su lado hay otra mujer con
una gorra de brillantinas, una de esas gorras extrañas que portan las
cabezas del siglo XXI, lleva puesto un top negro y una pantaloneta tipo
cachetero color blanco. La mujer es la "hembra" de ese macho que la ha
denominado así y que ahora juega desesperadamente mientras la suerte se
ríe de él. Ella también juega y al parecer tiene más habilidad que su
macho en cuestión de juegos.
El maestro de ceremonia sigue dirigiendo el juego mientras cuenta sus monedas incesantemente.
Le voy a meter ley, ahora si le voy a meter ley- repite el joven sin parar, no deja de hacerlo mientras se contorsiona al compas de un "pipazo".
-dije que le iba a meter ley porque usted no me ha devuelto cincuenta pesos y el señor es testigo-
irrumpe nuevamente el muchacho mientras me mira como quien mira a un
delegado de "juegos, rifas y espectáculos", ahora soy otro actor en su
juego, un auditor, un testigo ocular, la ley.
De
nuevo los ojos inexpresivos de su contrincante no dicen nada, ni
siquiera me miran. Sus labios vuelven a moverse como si estuviesen
electrocutados, como si el bazuco manipulara sus músculos y, en efecto,
lo hacen.
Una
pequeña moneda plateada de cincuenta pesos cae sobre la alfombra café,
café mugre, la mirada vacía de la mujer se queda suspendida en el
movimiento impredecible de los dados que acaba de lanzar. Todos
miramos, ahora soy la ley y debo mirar con más cuidado. Un niño de unos
trece años pasa pidiendo doscientos pesos para un "juguito" que se
comerá con un pedazo de pan que lleva en su mano derecha, todos lo
rechazan y éste se marcha casi sollozando.
Los
dados terminan de rodar entre la alfombra y el tiempo se hace lento,
lento, pareciera que caen en cámara lenta. El sol de las dos de la
tarde comienza a desvanecerse porque una nube se aparece con la única
intención de llorar sobre toda la ciudad. El trajín de carros es
imperceptible en éste otro planeta donde vivir es más que una lucha, es
un juego de azar con el vapuleo de las olas que traen las drogas y yo
sigo pensando que es un paraíso terriblemente hermoso, mágico...
desquiciado.
El joven me mira, sonríe y sorbe un poco de humo con bazuco a bordo. De nuevo lanza los dados, ¡pierde!.
(Medellín, 2014)