martes, 18 de marzo de 2014

Desde la otra villa... mirando miradas

Ciudad que nos silencias y callas nuestros ojos...ciudad dormida que quieres despertarnos con tu bullicio. Ciudad ramera, ciudad mía, tuya, de nadie...
Ciudad al fin y al cabo.

A un costado de la Autopista en dirección sur-norte hay una casa inmensa, es quizás la mas grande de la ciudad.  Es esta una edificación sin techos ni paredes, una casona con un corredor largo, muy largo, y un patio que se confunde con las habitaciones.  Ratas, perros y gatos son las mascotas de los habitantes de ésta singular "casita" que mas bien parece una villa, una villa inmersa en la Villa de Aburra. Aquí no hay grandes edificios, centros comerciales o iglesias pero si hay carpas de plástico, de lona, casitas con la imagen de un político, o cajas de madera adecuadas como apartamentos para vivir.  Es una villa surreal digna para una historia de Cortazar, quizás Julito hubiese encontrado allí sus cronopios, sus famas y sus esperanzas.
Tarde de jueves con nubes grises amenazantes, anunciando que pronto mojaran la ciudad y la llenará de agua. Pronto lloverá y todo será un pequeño caos invernal, uno de esos caos donde los puentes se convierten en parqueaderos y escampaderos  improvisados para motociclistas y transeúntes.  La avenida del rio está tranquila aunque infestada de mucha gente, de muchas mentes que están en la tierra pero que, en verdad, se encuentran a miles de kilómetros de altura de una realidad que ya no les acompaña, ya no les interesa.

Descenso al otro lado del camino...

Es un mundo terriblemente fascinante, una pequeña villa llena de hadas, ogros, enanos y elfos.  Son las dos de la tarde.  En silencio me sumerjo en un casino  improvisado que pusieron cerquita del puente que cruza sobre el rio Medellín, por el sector de la minorista.  Allí se hallan algunos jugadores bastante singulares, cada uno con pipa en mano y con sus cabecitas llenas de monedas que llegarán a sus manos para comprar un polvito amarillento que los asustará un poquito.  Un hombre delgado, con un mocho de jean, bastante sucio, y una camisa blanca, que ahora es caqui, dirige el juego de dados.  Una varilla doblada con empuñadura elaborada con cinta aislante sirve para recoger el dinero o traer los dados y llevarlos de un lado a otro.  El "crupier", o el organizador y administrador de su improvisado casino, sigue recogiendo las monedas de cien que le lanzan los jugadores.  Su cabello le llega a los hombros y al parecer es lacio aunque es perceptible que ya son muchas las semanas que no lo lava. 
Es una escena surreal donde los rostros carbonizados por el mugre de la calle, manos llenas de callos, amarillentas, por los quemones provocados por el bazuco.  Ojos desorbitados allí y allá, ojos tristes, vacios.  Sonrisas desproporcionadas, exageradas, fingidas, conjugadas en una obra de teatro donde la dirección, el escenario y los actores los proporcionan las drogas, en especial esas que llaman "psicoactivos". 
El tramo comprendido entre el puente de la minorista y el puente de la Universidad de Antioquia se convirtió, desde hace ya varios meses, en el asentamiento de quienes fueron desplazados de la zona céntrica de medellín.  Antes se les veía deambular, dormir, comer, juguetear entre la avenida de Greiff y la minorista, ahora son los nuevos inquilinos de la residencia, al aire libre, más grande de la antigua "ciudad de la eterna primavera".  En ése otro barrio hay carpas allí y allá, ventas de cigarrillos y chiclets, papitas a 200$, bazuco, mariguana.  Hoy una fila de platanos maduros - ¿?-, unos 40 en total,  aguardan para ser asados en unas rejillas de alambre puestas al lado de la autopista en sentido norte.

La suerte no es cosa de todos...



-¿Quién dijo miedo?- le dijo el muchacho de ojos vivaces  a la señora que estaba de cuclillas moviendo sus labios como si le estorabara la boca.  Quién dijo miedo- repitió y esta vez el silencio le dijo que se quedara callado.
La otra jugadora lo mira y lanza unas monedas; el muchacho lanza sus monedas, casa su juego, su apuesta.  El muchacho tira los dados, pierde.  La mujer toma el dinero apostado y mira al joven mientras sus ojos hacen una mueca horrible, pareciera que se fueran a salir de algún rostro.
Le voy a meter ley, mire pues- el hombre me mira y sonríe.  Éste es un joven, ¡sí! aun se ve joven, de unos 30 años, lleva puesta una gorra negra con la teja plana , tiene una camisilla negra  y una pantaloneta azul.  Su rostro esta medio barbado, su mano izquierda sostiene una pipa, su mano derecha se mueve de aquí hacia allá al compas de los dados.  A su lado hay otra mujer con una gorra de brillantinas, una de esas gorras  extrañas que portan las cabezas del siglo XXI, lleva puesto un top negro y una pantaloneta tipo cachetero color blanco.  La mujer es la "hembra" de ese macho que la ha denominado así y que ahora juega desesperadamente mientras la suerte se ríe de él.  Ella también juega y al parecer tiene más habilidad que su macho en cuestión de juegos.

El maestro de ceremonia  sigue dirigiendo  el juego mientras cuenta sus monedas incesantemente.

Le voy a meter ley, ahora si le voy a meter ley- repite el joven sin parar, no deja de hacerlo  mientras se contorsiona al compas de un "pipazo".
-dije que le iba a meter ley porque usted no me ha devuelto cincuenta pesos y el señor es testigo- irrumpe nuevamente el muchacho mientras me mira como quien mira a un delegado de "juegos, rifas y espectáculos", ahora soy otro actor en su juego, un auditor, un testigo ocular, la ley.

De nuevo los ojos inexpresivos de su contrincante no dicen nada, ni siquiera me miran.  Sus labios vuelven a moverse como si estuviesen electrocutados, como si el bazuco manipulara sus músculos y, en efecto, lo hacen.

Una pequeña moneda plateada de cincuenta pesos cae sobre la alfombra café, café mugre, la mirada vacía de la mujer se queda suspendida en el movimiento impredecible de los dados  que acaba de lanzar.  Todos miramos, ahora soy la ley y debo mirar con más cuidado.  Un niño de unos trece años pasa pidiendo doscientos pesos para un "juguito" que se comerá con un pedazo de pan que lleva en su mano derecha, todos lo rechazan y éste se marcha casi sollozando.

Los dados terminan de rodar entre la alfombra y el tiempo se hace lento, lento, pareciera que caen en cámara lenta.  El sol de las dos de la tarde comienza a desvanecerse porque una nube se aparece con la única intención de llorar sobre toda la ciudad.  El trajín de carros es imperceptible en éste otro planeta donde vivir es más que una lucha, es un juego de azar con el vapuleo de las olas que traen las drogas y yo sigo pensando que es un paraíso terriblemente hermoso, mágico... desquiciado. 

El joven me mira, sonríe y sorbe un poco de humo con bazuco a bordo.  De nuevo lanza los dados, ¡pierde!. 

(Medellín, 2014)